*Daniela fue raptada en Nicaragua por narcos mexicanos para prostituirla en Tamaulipas. Después de un largo secuestro, huyó y narró cómo es el negocio del sexo manejado por los cárteles
EXCÉLSIOR
CIUDAD DE MÉXICO
Una mujer aterrada viaja en una camioneta que recorre Tamaulipas, México. No sabe a dónde va y para qué. Sólo sabe que si se quita la venda de los ojos, la ejecutarán. Que esos hombres armados que la custodian son tan sádicos que parecieran paridos en el infierno. Y que ese podría ser su último día con vida.
Esa mujer desciende con miedo de la camioneta. Las piernas le tiritan mientras entra a una quinta grande, polvosa, aislada bajo el calor desértico de la frontera entre México y Estados Unidos. Le ordenan quitarse la venda y avanza detrás de los hombres armados. Atraviesa una habitación, otra, un pasadizo, un túnel. La mansión se va oscureciendo mientras desciende unas escaleras y sus ojos se fijan en una luz tenue y roja que cubre todo lo que hay en un sótano casi sin muebles: cuerpos desnudos y encadenados a las columnas que van de techo a piso.
Ahí hay jóvenes que agonizan. Desvanecidas, sostenidas sólo por cadenas. Que balbucean a través de hilos densos de saliva y sangre. Que parecen estar en sus últimas horas de vida. Y alrededor de ellas merodean hombres que sonríen y las violan, ríen y las golpean, se tocan los genitales y las hieren con cuchillos.
Esa mujer asustada cierra los ojos. Cree que hay cuatro, cinco, seis mujeres. Sus custodios la obligan a mirar y, para evitar llorar, pone la mente en blanco y enfoca un altar y unas velas. La sangre que se esparce en el piso desprende un intenso olor a hierro, como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua.
“Yo calculaba que tenía varios años secuestrada, pensé en cuatro, cinco…”
Se pregunta en silencio ¿de dónde sacaron a esas mujeres?, ¿en dónde quedarán sus cuerpos? Y cuando pregunta en voz alta por qué le hacen eso a las jóvenes, un hombre armado, con gesto «aburrido» responde con naturalidad «porque esos clientes son buenos y pagaron mucho dinero».
Entonces esa mujer aterrorizada cae en la cuenta: está ahí para saber que ese es el destino «normal» para una esclava sexual que, como ella, está secuestrada por un cártel. Así es la vida en cautiverio cuando el cerrojo lo tiene el Cártel del Golfo.
Esa mujer lleva tanto tiempo en un cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no sabe que lleva unos cinco años secuestrada. Y después de esa tarde, pasará poco más de dos años más en las redes más violentas de explotación sexual. Acumulará siete años y medio como una esclava sometida, primero, por Los Zetas y luego por los rivales «de la última letra».
Y cuando huya de ese cautiverio, contará a las autoridades mexicanas de la Unidad Especializada en Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos que son ciertos los rumores sobre lo que pasa en Tamaulipas, un estado que se ha ganado el apodo de «Mata-ulipas» porque 7.200 de los suyos han sido asesinados en los últimos cinco años, según datos oficiales.
Esa mujer narrará lo que muchos aún creen que es un mito: que a las víctimas les colocan chips para impedir que huyan, que los narcos se deshacen de los cuerpos con «técnicas» de horror, y que hay clientes que pagan por torturar y casi nadie de las víctimas se salva. Casi nadie, excepto Daniela.
El caso imposible
Si existieran categorías, los largos secuestros por esclavitud sexual en redes del crimen organizado podrían dividirse en tres tipos: los típicos, de mujeres que un día son raptadas sin petición de rescate y permanecen desaparecidas mientras el paso del tiempo dificulta su regreso, como la mexicana Stephanie Sánchez, cuya última certeza es que hace casi 12 años fue sustraída para convertirla en la «novia» de un jefe del cártel de Los Zetas. Un segundo tipo son los casos que sólo se resuelven en ficción, como el del personaje de la telenovela argentina Vidas Robadas, «Juliana Miguez», quien después de pasar un año en una red de trata de personas logra recobrar su libertad y encontrar el amor verdadero, aunque la persona real en la que se basó su historia, la tucumana Marita Verón, siga siendo buscada en fosas clandestinas de bandas de explotación sexual por su madre, la activista Susana Trimarco. Una tercera categoría sería la de sobrevivientes — casos rarísimos — como la colombiana Marcela Loaiza, quien después de 18 meses de rapto por la Yakuza japonesa pudo escapar y su extraordinario testimonio la convirtió en una celebridad y escritora de libros sobre su experiencia como víctima.
Pero el caso de Daniela no cuadra aún en ninguna categoría. Habría que crear para ella un cuarto tipo, el de los imposibles: volver de unos 90 meses secuestrada por dos cárteles en la región más violenta de México. Su caso es histórico, más si se toma en cuenta que el llamado «secuestro más largo de México», por la asociación civil Alto al Secuestro, fue el de Priscila Lorea, quien estuvo retenida por dos años, dos meses y ocho días.
“Yo calculaba que tenía varios años secuestrada, pensé en cuatro, cinco… —recuerda Daniela, sentada en un restaurante al poniente de la Ciudad de México, en una entrevista exclusiva con VICE News. — Cuando me rescataron y las autoridades me dijeron el tiempo, sentí como si el mundo me cayera encima”.
— ¿Por qué no tenías idea del tiempo? —le pregunto, mientras da pequeños sorbos de agua frente a una pizza que mira con inapetencia.
— Yo no estuve en una casa de seguridad, como se guardan a los secuestrados. Cuando es trata de personas, es diferente porque no hay rescate, ellos quieren que tu familia piense que estás muerta para que no te busquen. No te guardan, te ponen a trabajar, te sacan a la calle, a los bares, a los tabledance. Parece que eres una mujer libre, pero no lo eres.
— ¿Podías saber, al menos, el mes en el que vivías?
— No. A veces, cuando estaba con un cliente, me enteraba del mes o del año porque salía en la conversación. Pero si la gente que me tenía [secuestrada] me escuchaba preguntar algo así, me golpeaba muy feo, así que no lo hacía. No podía escuchar radio, ni televisión, ni leer periódicos, ni nada. Dormía en una casa de ellos, me llevaban con los clientes, a hacer cosas muy feas, me quitaban el dinero y me regresaban a dormir.
— Lo entregabas a los narcos que te raptaron…
— Primero, a Los Zetas. Luego, estuve con los del Golfo… y [luego] ya, me ayudaron a escapar…
— ¿Cuánta gente no tuvo tu suerte, Daniela?
— Vi a mucha gente morir, morir de formas espantosas. Nadie se imagina lo que tuve que ver. Quiero hablar porque la gente tiene que saber lo que está pasando en la frontera con las jovencitas desaparecidas y con muchas de las que están dando sexoservicio en las zonas del narco…
“Estás con
Los Zetas”
A Daniela la engañaron los narcos mexicanos, porque sabían su punto débil: la pobreza. Como costurera de una maquila en Nicaragua, ganaba apenas lo mínimo para proveer a sus hijos y a su madre. Las deudas la consumían y un préstamo era una oportunidad que no podía rechazar, así que cuando le ofrecieron dinero, ella aceptó que una desconocida la llevara a una supuesta reunión informativa en la frontera de su país y Honduras, donde determinarían si era elegible para la ayuda financiera.
Era abril de 2008. Daniela llegaba a los veintitantos años con una figura esbelta, pequeña y con una piel morena tensa, incompatible con las arrugas. Sus rasgos angulosos y respingados eran los de una típica joven centroamericana. Pero hoy, esa imagen resiente las secuelas del secuestro: ha ganado peso, tiene cicatrices que le salpican la cara, un ojo desviado y medio rostro paralizado por las golpizas que recibió y que fueron paliadas por una cirugía plástica de seis horas. Lo que sigue como siempre es su largo cabello negro.
A diferencia de Honduras y El Salvador, Nicaragua era un país relativamente tranquilo. Acaso por la pobreza extrema que se vive ahí, los cárteles y las pandillas tardaron en contemplar a la patria del poeta Rubén Darío en sus planes de expansión. Por eso, Daniela no sospechó cuando la camioneta que la llevaba a la reunión informativa, junto a dos mujeres más, supuestamente se averió en un tramo desolado en la carretera. De la maleza, salieron varios hombres armados que las obligaron a subir a otros vehículos, mientras los organizadores del préstamo salían ilesos del asalto.
Daniela se sumó a un grupo de 15 mujeres que ya iban retenidas. A todas les quitaron sus identificaciones y les exigieron las direcciones de los domicilios familiares; si mentían o si trataban de huir, torturarían a sus hijos o padres hasta matarlos. Les dieron jeans limpios, playeras tipo polo, gorras blancas, y la instrucción de decir, en cada estación migratoria de Honduras, Guatemala, Belice y México, que viajaban a Chiapas como parte de una excursión turística. El grupo llegó legalmente y por tierra hasta Comitán, México, después de dos días de un viaje silencioso y angustiante.
“¿Ya te diste cuenta?
Estás con Los Zetas”
La primera parada fue el tabledance El Babilonia, un local sucio, oscuro, maloliente principalmente para migrantes que se inflaban la hombría con cerveza. Daniela tuvo ahí su primer contacto con la prostitución forzada: durante 15 días, fue obligada a dar servicios sexuales y, si el cliente se quejaba de su inexperiencia, era golpeada.
— Nos hacían hacer cosas muy humillantes. Una les decía “¿pero por qué quieres hacer eso?”, y decían que ya habían pagado por nosotras, que teníamos que hacer lo que quisieran. Yo no sabía hacer muchas cosas y, pues, me golpeaban para que aprendiera —cuenta Daniela.
Esa fue sólo su iniciación. A las dos semanas de pisar Chiapas, el grupo armado subió en una camioneta a todas las mujeres y emprendió camino al norte del país. De vez en cuando, daban a sus secuestradas a otros hombres en distintos pueblos. Las repartían como paquetes. A una la entregaron en Chiapas, a otra en Tabasco, a algunas más en Veracruz. Daniela fue la última en bajar de la camioneta y entonces supo la «plaza» en la que debería trabajar: en un letrero leyó «Nuevo Laredo», Tamaulipas.
Alguien, envalentonado por el arma que sostenía, le presumió el grupo que la tenía secuestrada: «¿Ya te diste cuenta? Estás con Los Zetas».
A partir de entonces, el tiempo se torció para Daniela.
Daniela, Toñito y
la vida en cautiverio
Daniela se acuerda de Toñito y le viene un llanto incontrolable. Pierde el habla, se le agita el pecho, se jala los dedos. Compartiendo cautiverio, eran una especie de hermana mayor y menor. El niño tenía 12 años cuando se conocieron, ella prefiere no precisar su edad.
Al llegar a Nuevo Laredo, ambos fueron obligados a trabajar en El Danash, un tabledance que controlaban Los Zetas en la zona centro de la ciudad fronteriza. Ella era una bailarina y edecán que debía sonreír siempre, coquetear y esconder la profunda tristeza que sentía por su familia para poder llegar al «tabulador» de diez servicios sexuales y evitar así una golpiza. Él era mozo, mensajero, halcón y DJ que debía lucir siempre contento, dispuesto y vigoroso, incluso cuando era rentado a hombres que viajaban desde Estados Unidos para tener sexo con niños.
Ambos vivieron lo mismo: los hospedaban en casas de seguridad de donde sólo salían para ir al tabledance o a casas u hoteles con los clientes. Los obligaban a emborracharse con los comensales, a esnifar cocaína y a ofrecerse como pedazos de carne resistentes a las peores humillaciones.
Los clientes regulares pagaban por sexo con ellos en los privados del Danash, mientras que los clientes VIP — casi siempre rubios, maduros, respetables hombres de familia en Estados Unidos — compraban días de descontrol que incluían sexo violento y la «diversión» de torturarlos. Hombres que se excitaban más con el sufrimiento ajeno que con el acto sexual.
A Daniela la buscó su familia en los primeros años de su desaparición. Pusieron una denuncia ante las autoridades nicaragüenses, fueron a la televisión local, pagaron por afiches con el rostro de la costurera, pero el tiempo y el dinero vencieron la búsqueda. A los dos o tres años de esperar infructuosamente su regreso, la dieron por fallecida y se resignaron a una vida sin ella. Lo mismo habría pasado con los seres queridos de Toñito, piensa Daniela.
A ella le quemaban las piernas con un fierro caliente por no saber descolgarse del tubo de la pista de baile; a él, por llorar durante las violaciones que sufría, y le quitaban la comida hasta que apenas podía ponerse en pie. A ella la azotaban cuando pedía un día de descanso porque le ardían los genitales; a él le daban bofetadas en la boca que le aflojaban los dientes, si se negaba a emborracharse con los hombres y mujeres que le pedían hacer cosas indecibles.
Cuando sus captores no los miraban, ellos rompían la regla de no hablarse dentro de la casa de seguridad y fantaseaban sobre lo que harían en libertad. Así sobrevivieron por años, imposibles de calcular.
— Pobrecito mi Toñito, tenía 12 añitos cuando nos conocimos y cada vez que lo pedían, lloraba. De tanto hacer «eso», creció enfermo hasta los 16, 17, creo. Tenía un problema en el intestino y como ya no podía ‘desempeñarse’, lo llevaron a un monte conmigo…
El relato de Daniela es una muestra de la crueldad con la que los cárteles mexicanos manejan el negocio del sexo: en un monte despoblado, «hermana mayor» y «hermano menor» fueron enfrentados. Los Zetas dieron a ella una pistola y le ordenaron matar al menor, inservible por su frágil salud para seguir como sexoservidor. Ella se negó y entonces la pistola pasó a manos de él, a quien le ordenaron disparar para salvar su vida. Ninguno pudo balear al otro y los Zetas, furiosos, decidieron actuar por ellos mismos.
— Él nunca pudo, ni yo tampoco. Entonces, lo colgaron y empezaron a cortarlo. A hacerle heridas. Y me decían ‘¿no te da pesar?, ¿por qué le hiciste eso, si dices que lo quieres? Mira lo que nos obligas a hacerle’. Hasta el final, le dieron un balazo en su cabecita. Caí en el suelo, comencé a llorar, gritar, me patearon, me subieron a una camioneta y no supe más de él.
Los ‘Zetas’ rompen
con sus jefes
Daniela narra que después sabría que se trataba de una prueba: si era capaz de matar a Toñito, serviría como sicaria; si no, pasaría droga y seguiría como esclava sexual. Al no poder matar a su «hermanito», Los Zetas le asignaron traficar con cocaína hacia Reynosa, Ciudad Victoria, San Luis Potosí y esa nueva posición en el grupo la llevó a conocer a los jefes de la agrupación desde lejos: al ‘Z-40’, el ‘Metro 3’, ‘El Catracho’…
Se trataba de un movimiento común en la trata de personas, cuando es manejada por los cárteles: las secuestradas con más años de esclavitud tienen más dificultad de obtener ingresos por servicios sexuales frente a las nuevas víctimas, así que se les deriva a nuevos roles, especialmente aquellos donde es más probable que las asesinen las fuerzas militares. Se convierten en seres desechables, sicarias, pasadoras de droga, halcones, cobradoras de extorsión, emboscadoras de vehículos oficiales.
Uno de los jefes del narco que se quedó grabado en su mente fue Salvador Martínez Escobedo, ‘La Ardilla’, el sádico mando de 31 años que se movía por el Danash como si fuera su casa. La leyenda decía que mataba primero y averiguaba después, un rumor que Daniela confirmó cuando vio personalmente cómo ordenaba la matanza de 72 migrantes centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas en 2010, por la cual hoy ‘La Ardilla’ duerme en una zona de alta seguridad de un penal federal en el sureño estado de Oaxaca. El motivo: Salvador creyó que los viajeros iban a reforzar la tropa de sus enemigos y, ante la duda, prefirió ordenar su fusilamiento. Este relato está en la denuncia interpuesta ante la Unidad Especializada en Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos, a la que VICE News tuvo acceso.
— ‘La Ardilla’ era un desalmado. Yo vi lo de San Fernando, yo estaba… fue horrible —dice Daniela, quien abre los ojos cuando le muestro en mi celular una fotografía del narco riéndose en el hangar de la Policía Federal. — Ese, ese es. Ese señor… es el más malo, el peor de todos…
Fue tanta la cercanía que llegó a tener Daniela con los mandos del cártel, que fue testigo de un hecho clave en la violencia en México: en algún momento del año de la matanza de San Fernando, Los Zetas iniciaron su ruptura con El Cártel del Golfo como su guardia armada. Envalentonados por el dominio que tenían en el estado, Los Zetas se separaron de los jefes a los que protegían y se autoproclamaron un cártel autónomo. Daniela quedó en medio de esa guerra separatista en la que murieron decenas — ¿cientos? — de mujeres víctimas de trata que eran reclamadas por un bando y el otro. Se salvó gracias a que uno de sus captores originales decidió quedarse del lado de «los golfos» y uno de ellos exigió que fuera su amante.
— Cuando este hombre me dice que voy a ser su amante, me llevan a un lugar, agarraron una navaja y me abrieron en el pie, por el empeine. Me pusieron un chip para localizarme y, si me escapaba, me iban a buscar, si iba con las autoridades.
Daniela creyó que ser amante de ‘El Viejón’, el apodo de su amante convertido en jefe del Cártel del Golfo, la libraría de los servicios sexuales forzados. Se equivocó: él la mandó de regreso a los tabledance y ella pensó que, ahora sí, la suerte de seguir viva se le terminaría.
Que su vida acabaría en alguna pista de baile. O en un lugar peor.
La vida con el
Cártel del Golfo
En Tamaulipas pasan cosas sorprendentes, violentamente distintas al crimen de cualquier otra ciudad del mundo: el narco se pasea a plena luz del día en autos conocidos como «monstruos», vistosos tanques blindados en los que pistoleros matan policías; los candidatos a puestos populares son asesinados en las elecciones y repuestos con una pasmosa facilidad; y los cárteles colocan cámaras de video en los postes de luz, mientras la autoridad duerme.
En junio de 2015, el Grupo de Coordinación de Tamaulipas reportó que se habían desmantelado 180 lentes de videovigilancia que los cárteles instalaron en la vía pública para monitorear a los habitantes de ciudades como Reynosa, San Fernando, Río Bravo. El narco tenía ojos y oídos en el estado.
Y en el negocio de la explotación sexual no es diferente: bajo las nuevas órdenes del Cártel del Golfo, Daniela sabía que los clientes eran grabados desde que entraban a los tabledance. Que las habitaciones del antro y de los hoteles tenían cámaras y micrófonos ocultos. Que las mujeres obligadas a prostituirse llevaban cámaras escondidas hasta en los botones de las blusas. El narco ve desnudos a los clientes y los espía para evitar que entablaran conversaciones personales con las víctimas.
— Hubo varias que las mataron por intentar escapar. Los narcos tomaban video de cómo las maltrataban y nos obligaban a verlos para que no nos atreviéramos a huir.
— ¿Qué hacían con los cuerpos, Daniela?
— Las más adictas, ya no servían y las desaparecían. Ellos mismos decían ‘póngase vivas, porque van a terminar como La Fulana en el barril’. Tenían jaulas, había un león ahí en Reynosa, en una casa. Ahí echaban también los cuerpos.
— ¿Al león? — le pregunto casi sin querer creerle, aunque esto lo haya denunciado en una averiguación previa ante la Procuraduría General de la República.
— Sí, sí, supe que las echaron, porque nos enseñaron el video. El animal se comía parte de los cuerpos y con una manguera quitaban la sangre que se iba por la tubería.
— ¿Así desaparecían los cuerpos?
— Sí, los que ellos mismos mataban o los que los clientes mataban.
— ¿Viste menores de edad?
— Supe que había, pero a ellas no las llevaban al table. Las guardaban para los mejores clientes y se las llevaban a su domicilio o a casas que tenía el grupo para los gringos que venían a México a eso.
Con el Cártel del Golfo, Daniela conoció la quinta grande, polvosa, aislada bajo el calor desértico de la frontera con Estados Unidos, donde los clientes más adinerados torturaban y mataban a mujeres por placer. El lugar con olor a hierro, como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua. Y supo de los calabozos y las casas de seguridad, donde guardaban a los secuestrados. En uno de ellos, la obligaron a cuidar a una pareja que esperaba el pago de su rescate y Daniela, segura de que tanto tiempo secuestrada sólo vaticinaba que pronto sería asesinada, los liberó.
— Cuando yo los miré tan tristes, y era la primera vez que me dejaban cuidar a alguien, pensé ‘de todos modos estoy condenada, me van a matar de todos modos’. Yo los dejé ir, que corrieran y se escondieran.
Cuando ‘El Viejón’ volvió y no vio a sus secuestrados, Daniela pagó el agravio: la golpearon hasta casi matarla y desvanecida la llevaron a un campo, la acostaron y su amante subió a un tractor y amenazó con pasarle encima para que los fierros del vehículo deshicieran su cuerpo. Algo sucedió — tal vez un retorcido concepto del amor — que su pena de muerte se conmutó por horas de humillaciones en el campo, de rodillas, frente a los miembros del cártel.
— Luego ese señor me encerró en un camión. Yo no comía, ni bebía nada. Yo me estaba muriendo, porque no comía nada. Y cuando miró que me iba a morir, me mandó de nuevo a otro table. Y empezó de nuevo: cada día era igual. Un tipo se encargaba de que cumpliéramos con los 10 servicios sexuales, cada uno en 500 pesos. Era un lugar muy remoto, era muy difícil entrar. Por un servicio que no hiciera, me golpeaban. No tenía ropa, así que no había forma de huir. Además, nos vigilaban en la caseta de Reynosa. Ahí la gente de las casetas está pagada por los señores y les avisan quién entra y quién sale —dice Daniela.
El último Diagnóstico Nacional sobre la Situación de Trata de Personas en México, publicado en 2014, se refiere a esa complicidad entre autoridades y criminales. El estudio establece tres niveles de actuación de los tratantes: en el primer nivel los victimarios son familiares de las víctimas; en el segundo nivel son grupos delictivos locales; y en el tercer nivel están los cárteles, que integran a miembros de grupos delictivos y a funcionarios de instituciones estatales y federales.
En México, hay 47 grupos criminales dedicados a la trata de personas y el foco rojo está en la frontera norte y sus bares y discotecas: «En Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Tijuana, Reynosa y Matamoros se ejerce el derecho de piso y donde los empresarios de este sector son coaccionados para que en sus establecimientos vendan drogas y se ejerza el trabajo sexual», relata el informe que dibuja el modus operandi del rapto de Daniela. «Estos grupos tienen líderes de México, Centroamérica y los Estados Unidos de América».
— ¿Qué hubiera pensado un cliente, si te viera en esos bares? ¿Sospecharía que estabas secuestrada?
— Jamás. Se cuidaban mucho de no golpearme la cara, sólo el cuerpo, y en la oscuridad del hotel se disimulaba un poco. Había quienes veían mis golpes y sólo volteaban para otro lado y seguían.
— ¿Nunca les dijiste que estabas secuestrada?
— No, porque si me escuchaban decir eso, me podían matar. Yo creo que lo decía con los ojos…
Daniela hace una pausa en su relato. En el segundo día de entrevista, ha contado todo, pero prefiere reservarse un capítulo para sí misma: su escape y la extracción del chip. No hay detalles, sólo un rápido recuento: alguien en Tamaulipas supo de su secuestro, se jugó la vida y la ayudó a escapar en la cajuela de su auto. Esa persona aún vive en las zonas que controla el Cártel del Golfo, así que no da detalles. Sólo eso: «Me ayudaron, me sacaron del lugar, me pagaron transporte a la Ciudad de México y huí de ese lugar». Nada más.
— Si cuento más, van a matar a esa persona y no me lo voy a perdonar.
Apenas llegó a la Ciudad de México el año pasado, Daniela contó su historia en la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) y la mandaron de vuelta a Nicaragua. Pero la ONG Comisión Unidos Contra la Trata se enteró de su caso y le dio seguimiento. Una integrante de esa asociación viajó por cielo y tierra hasta Centroamérica y ayudó a Daniela a ponerse en contacto con la fiscal Ángela Quiroga de Fiscalía Especial para Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas de la Procuraduría General de la República y con su testimonio se abrió un expediente judicial. Ahora, Daniela recibe el tratamiento psicológico que no hubiera recibido en su país, mientras espera que la justicia investigue y llegue hasta los culpables.
Daniela tiene abiertos dos frentes de lucha: su recuperación física y la reconstrucción emocional. Y ya empieza a acumular victorias: tiene una visa humanitaria que la mantiene en México, donde pretende un nuevo inicio.
— Yo sólo pensaba en mis hijos… yo decía, ‘Diosito, ayúdame, no me dejes morir aquí, déjame vivir para encontrarme con mis hijos, seguro me están buscando’. Me enojé con Dios, sí, la verdad, pero él no me abandonó —cuenta aún sin tocar la pizza que se ha enfriado frente a ella durante la primera sesión de entrevista.
— ¿Qué pensaste cuando te escapabas?
— Que era un sueño. Me decía ‘¿estás soñando?’. Yo no lo podía creer. Soñé tantas veces con eso que… no sé, era un sueño.
— Casi nadie regresa de esos largos secuestros…
— ¡Ay, cómo quisiera que todos volviéramos! Pero esa gente…
— ¿Qué planeas hacer ahora?
— Quiero poner mi taller de costura, quiero volver a empezar. Dar pláticas, talleres, hacer vestidos…
«Aquí estoy, mamita»
Una mujer habla por teléfono a su casa después de más de siete años. En algún lugar de Nicaragua, el timbre repica. «¿Aló? ¿Mamá, eres tú?». «¿Quién habla?». «¡Mamá, soy Daniela, tu hija!». Y del otro lado hay un silencio que se alarga. «¡Mamá, soy yo!». Y más silencio. «Sí, ajá, ¿qué necesita?», responde una anciana desde Centroamérica.
La frialdad sorprende a la mujer. La descoloca. Pero entiende: «Para ella, yo morí hace años y siente que le está hablando un fantasma. «¡Mamita, soy yo, de verdad! ¡Pregúntame lo que quieras para que veas que soy yo!». Y la anciana abre en su mente una gaveta con recuerdos: «¿En qué fecha nació tu hermanita?, ¿de qué color era tu vestido de quince años… que te bordé para tu fiesta?, ¿verdad que te quedaba muy bien tu vestidito?»
«¡No, mamá, no me quedaba bien, usted me hizo ese vestidito, pero me quedaba grande de acá!» y aunque está al teléfono, desde una oficina policial en la Ciudad de México, se toca las piernas simulando que la tela le impide lucir los zapatos. Pero el silencio sigue.
De pronto, esa mujer escucha que su mundo explota. «¡Hija, estás viva!», grita la anciana por teléfono y ambas entran en un llanto feliz, acumulado, que quiere compensar tanto sufrimiento. «¡Aquí estoy, mamita, aquí estoy!».
Esa mujer desciende con alegría de un avión en verano de 2015. Las piernas le tiritan mientras entra al aeropuerto internacional de la capital de su país, pequeño, austero, bajo el calor selvático de Centroamérica. Le ordenan mostrar sus documentos que ha conseguido con ayuda de las autoridades consulares y avanza detrás del resto de los pasajeros. Atraviesa una habitación, otra, escaleras, la estación migratoria. El edificio se va aclarando. Se abren las puertas de la sala de llegadas internacionales y sus ojos se fijan en un niño pequeño, uno jovencito y una adulta, junto a una anciana, que brincan de emoción al verla. Ahí está la familia. La abrazan. Se besan. Balbucean. Están en sus primeras horas de una vida que creyeron que se había acabado.
Entonces, esa mujer extasiada cae en la cuenta: así es la vida como debió ser, sin el cerrojo de Los Zetas, ni del Cártel del Golfo. Sobrevivió. Y sueña con el día en que cuente cómo resistió a dos cárteles y prevenir, con su testimonio, que más mujeres caigan en las redes trata de personas de los grupos más violentos de un país «en guerra».
Pero, por ahora, sólo es una mujer que sabe que ya no viaja aterrada. Es una mujer que va de vuelta a casa.