CRÓNICA
¿Cuánta fuerza necesita el viento como para destruirlo todo?
* ¿Qué fue lo que hizo el huracán?, me pregunto. Pienso en la velocidad de los vientos y en el sonido del agua cayendo mientras las ráfagas de viento se adueñaban del mundo.
*¿Qué cara tuvo la destrucción?, ¿se atrevió a hacer rugir a los montes y a asustar a los animales?, ¿pudieron dormir los niños aquella noche?
*No logro imaginar la velocidad del viento, la fuerza del agua azotando los muros de cemento o adobe; tampoco puedo pensar en el temor de los caballos o las vacas que sólo tienen el cielo como refugio y algunos árboles como señal de su existencia
ISRAEL NICASIO
JUCHITÁN, GRO.
La carretera que va de Acapulco hasta Juchitán, en la Costa Chica de Guerrero, ha cambiado. Así como cambió el mundo después del último huracán que azotó la zona costera de Guerrero. Así como cambia el paisaje que veo cada vez que me asomo por la ventana cuando muero de calor. Así como mis memorias de niño, adolescente y ahora hombre adulto van cambiando de piel onírica, de fuerza, incluso de intención.
Antes recordaba para encontrar algo, me sumergía en un ejercicio de inmersión memorística del que siempre alía victorioso. Recordar era como volverme un buzo practicante de apnea que se deja llevar por las mareas de información personal.
El quince de noviembre de 2024, me vi viajando sobre el asfalto por más de seis horas bajo el calor. Un primo y mi madre fueron los cómplices de este periplo. El auto. El viento. El cielo interminable frente a nosotros, o a un costado; también detrás nuestro. Nos dirigimos a Costa Chica, para mirar el mar, para comprender el tejido del viento y para curar a una de mis tías. En el trayecto nos dimos cuenta de todo lo que quedó después del huracán.
A pesar del calor, la intención de llegar a casa se volvió el aliciente para no detenernos. Buscábamos un abrazo, un vaso de agua fresca y la sombra de los árboles que adornan nuestras casas. Buscábamos todo lo que el viento, probablemente, se pudo haber llevado. La carretera nos indicaba que nada sería igual, al menos nada de lo que nosotros podíamos recordar. Estuvimos lejos de casa unos meses, pero el huracán transformó todo y el mundo nos pareció por completo distinto.
“¡Mira, cómo quedaron esos árboles!”, decía mi primo Víctor mientras avanzábamos a toda velocidad. Yo miraba al frente tratando de controlar el volante con mi mirada, pero él, como un conductor bien experimentado, tenía la vista en todos lados; podía indicarnos con facilidad (tal vez por el asombro que le dejó la destrucción). Todo lo que habíamos visto en televisión y lo que habíamos leído en los diarios o redes sociales, no se comparaba con el impacto que dejaba cada imagen. No podíamos capturar cada escena en una toma televisiva ni en una foto; las secuelas de la destrucción se sintieron con cada línea de la carretera que, aunque nueva, también había quedado erosionada por la fuerza destructiva de los vientos y el agua; el olvido del mundo. “¡Mira las parotas”!, repetía mi madre hasta el cansancio…“los techos, las puertas; mira todo lo que pasó” -decía una y otra vez mientras sus ojos crecían para intentar comprenderlo todo.
II
Entre Acapulco y Juchitán, Guerrero, el tiempo de recorrido es de aproximadamente cuatro horas. Todo esto depende de quién maneje y a la velocidad a la que se esté dispuesto a ir. Mi primo Víctor conoce la carretera, la ha transitado infinidad de veces. Ahora, mientras avanzamos por los pueblos que se acercan a la costa, nos damos cuenta de la destrucción. Palmas, casas, parotas, canchas de basquetbol, autos, etc. La corriente del río con un ritmo extraño. La vida totalmente distinta, en calma; calma forzada. Pausa tormentosa. Pareciera que todos esos lugares fueron hechos de papel para romperse a la menor provocación.
El calor no daba tregua. Avanzamos sobre la nueva carretera y me pregunto qué tanto tuvo que pasar antes de que este espacio se abriera. Quería saber qué fue lo que se dejó de lado o cómo es que se decidió que el camino hacia los pueblos de la Costa Chica no fuera tan accesible.
Pensaba en la destrucción que provocó el huracán y en todo el tiempo que ha pasado para que poco a poco se miren otros horizontes donde todo quedó deshecho. “Mira las casas”, decía Víctor. Muchos lugares quedaron incompletos otros despedazados.
Pasamos Marquelia, uno de los pueblos cercanos a donde se localiza la casa de mi familia y, minutos después, llegando al cruce de los caminos que llevan a Juchitán o Agua Zarca, nos encontramos con una larga fila de autos, camiones, camionetas y tráileres. Nos detuvimos. Nos preguntamos qué sucedía. El calor era aplastante; eran casi las cinco de la tarde y no entendíamos qué sucedía. Nadie sabía qué pasa. Los conductores se miraban entre sí; se preguntaban con los ojos qué tanto podía estar pasando como para tener que detenerse así, sin información alguna.
Frente a nosotros los autos, el horizonte, el cielo azul y la gente caminando de un lado a otro de la carretera con una calma que pocas veces se puede observar. Detrás de nosotros más autos, montañas y el cielo azul también. El calor castigaba. Aunque buscamos ser pacientes, solo postergamos el momento de la inquietud; aunque lo intentamos, el sudor escurría por nuestras mejillas y se perdía después del cuello. Nadie hablaba.
Después de algunos minutos, decidimos salir del auto, acercarnos y preguntar qué sucede. Algunos vehículos buscaban salida del encierro obligatorio. “¿Quieres bolis?”, me preguntó una señora que trae una charola roja sobre la cabeza y una niña tomada de la mano. “¿Vas a querer bolis?”, me volví a preguntar. “No. Gracias”, respondí. Caminé entre los autos hasta donde se observaba una frontera de gente a mitad de la carretera.
“¿Qué pasa?, ¿por qué no nos dejan pasar?” me preguntó un señor que se para a mi lado. “No sé bien, pero están diciendo que hasta las seis de la tarde abren el camino”, respondí. “¿Qué pasa?”, preguntó otro señor que se acerca a nosotros. Nadie parecía tener la intención de acercarse a quienes cerraron la carretera y han pasado todo el día deteniendo los autos. Pero todos queríamos saber lo que sucedía, sin hablar, sin preguntar. “Preguntemos”, dijo mi madre. Pero ningún hombre estaba dispuesto a hablar. Me lo recuerdo en varias ocasiones: es quince de noviembre del 2024.
III
Algunos conductores y pasajeros salieron de los autos. Se arremolinaron cerca de la frontera de gente que había detenido el movimiento de la carretera. Los hombres caminaban con una decisión casi heredada, como si con cada paso se convencieran de que resolverán el problema, como si tratándose de ellos todo tuviera una solución inmediata, favorable. Se acercaban hasta donde el límite del movimiento parecía el límite del mundo. Sin embargo, con cada acercamiento, se daban cuenta de que su presencia ahí no resolvería nada. Nadie los escuchaba. Intentaban poner las caras más agresivas, pero a nadie parecía importarle.
Nos encontramos frente a una valla hecha de maderos, sillas y lonas improvisadas en las que se pueden leer distintas consignas. Nos encontramos frente a personas que llevaban horas sentadas bajo el rayo del sol y no tenían intenciones de levantarse, de moverse o negociar. “Déjenme pasar, es que llevo prisa, voy a ver a mi comadre”, dijo un señor con voz grave; intenta convencer a los manifestantes de tomarlo como prioridad. “¿Su comadre está enferma?, ¿alguno de ustedes viene enfermo?, ¿hay urgencia?”, preguntó una señora que porta un trapo amarillo en la cabeza. “No. Sólo que venimos de la playa y queremos pasar a ver a mi comadre, ahí adelantito nomás”, respondió el hombre que deseaba ser provisto de la gracia que le profiere el existir. “Si no hay urgencia, espérate; todos ellos quieren pasar, no eres el único. En cuanto nos respondan de México nos quitamos”, comentó la señora con voz determinante. Todo volvió a una calma extraña, confusa.
Metros más adelante había otra frontera improvisada. Pobladores de distintas zonas cercanas a ese crucero se mostraban decididos a no moverse, a responder a cualquier persona que necesitara explicaciones, pero también a no permitir el paso hasta que hubiese una respuesta. ¿Qué necesita alguien con tanta fuerza como para detener el trayecto de los autos a mitad de la carretera?
A un costado el río, las laderas verdes, las palmeras y el horizonte que se muestra tan sereno como para pensar que la destrucción es imposible ahí. ¿Qué fue lo que hizo el huracán?, me pregunto. Pienso en la velocidad de los vientos y en el sonido del agua cayendo mientras las ráfagas de viento se adueñaban del mundo. Pienso en el nombre tan extraño que recibe cada huracán. Pienso con determinación en todo lo que tuvo que suceder acá. ¿Qué cara tuvo la destrucción?, ¿se atrevió a hacer rugir a los montes y a asustar a los animales?, ¿pudieron dormir los niños aquella noche? No logro imaginar la velocidad del viento, la fuerza del agua azotando los muros de cemento o adobe; tampoco puedo pensar en el temor de los caballos o las vacas que solo tienen el cielo como refugio y algunos árboles como señal de su existencia.
IV
¿Cuánto miedo sintió el mundo mientras la noche se hacía agua y las casas se volvían lodo con la fuerza de lo que es capaz de anunciarse casi como un diluvio?
Cuando sucedió el primer huracán yo me encontraba en casa, un día antes había hablado con mi padre y con algunos familiares que viven cerca del mar. Todos se refugiaron, sabían que las lluvias serían torrenciales y que se necesitaría apoyo mutuo. Cada familia miraba a otra con la intención de saberse acompañada. Cada persona miraba el cielo temiendo lo peor y eso no fue suficiente para narrar lo sucedido. Llovió y llovió hasta que Guerrero quedó aislado. La noche del huracán fue la más larga para ese lado del mundo.
Recuerdo haberle preguntado a mi madre si ya había localizado a mi padre, a mis tías, a mis sobrinos. “No hay señal”, dijo en repetidas ocasiones ella con cara de preocupación. Pasamos más de cuatro días sin saber lo que había sucedido. La última conversación con mi padre y con mi tía terminó en “Cuídate mucho, por favor. Te quiero”. El silencio después del diluvio castigó cada tarde con el mutismo telefónico.
“Una de tus primas nos mandó un mensaje; al parecer en Juchitán todos están bien”, dijo mamá mientras me daba indicaciones para ordenar la casa. Todos estamos bien, esa frase resonó en mi cabeza durante horas. ¿Qué implica estar bien después del desastre? Tal vez estar bien signifique solo estar con vida, mirar el horizonte, atestiguar que el viento y el agua dejaron muchas huellas a su paso, algunas de ellas imposibles de reparar. Tal vez estar bien consiste en compartir algunos alimentos mientras se mira caer al mundo.
Primero Otis y después John. Pude hablar con una prima que vive en La Sabana, en Acapulco. “Pasaron cinco minutos y el ruidero empezó. Se rompieron ventanas y el viento se llevó las láminas de esas galvanizadas”, me contó mi prima. “Pensé que no sería tan grave, pero me equivoqué; afortunadamente nos salvamos. Todo voló. Los niños no durmieron esa noche por el ruido que hacía el viento a y el agua parecía que se nunca terminaría. Después del huracán me tuve que ir de acá, no se podía vivir; olía a animal muerto y la basura era interminable. Nadie nos ayudó. Todos se preocupaban por la zona hotelera y sí, todas las vidas son importantes, pero casi nadie se preocupaba por los que vivimos fuera de donde están los hoteles, al menos no se hablaba tanto. Acapulco vive del turismo, ¿sabes? Pero nadie miraba La Sabana, nadie veía por nosotros o nos preguntaba si estábamos bien”. Con el segundo huracán todo lo que quedó a medias entre ser algo y un escombro, terminó por destruirse.
Después de haber recibido el mensaje de una de mis primas, la calma se apropió de mí con cierta dificultad, me invadió poco a poco, como cuando la noche antes de instalarse sobre el mundo, primero anuncia los colores del fuego en el cielo guerrerense. “¿Pudiste hablar con papá o con mi tía?”, pregunté a mi madre. Pero su mirada triste me hizo saber que no. Minutos después, el teléfono de mamá sonó; por alguna razón el timbre me pareció el anuncio de una emergencia, tal vez mis sentidos estaban alterados por la angustia de no saber qué había sucedido. “Dicen que la iglesia del pueblo está bajo el agua”, alcancé a escuchar en una voz casi desconocida. Mamá con cierta incomodidad le dijo que eso era imposible. “Si la iglesia estuviera inundada, todos estarían muertos”, respondió mi madre y terminó la llamada. Después de eso, días después, la voz de mi padre y la de su hermana me calmaron. Todos estaban bien.
V
Las personas que habían obstruido la carretera hablaban con fuerza. A cada cuestionamiento había una respuesta. A cada intento de hacerles ceder había una reacción firme: nadie pasa. “No nos vamos a mover hasta que de México nos llamen para decirnos qué va a suceder”, decían algunas señoras. Los hombres se mantenían en silencio. Tal vez su carácter taciturno los obligaba a guardar cierta compostura disfrazada de fuerza. Las mujeres hablan con tanta claridad que cualquier intento por hacerlas cambiar de opinión era esteril.
“¡Déjennos pasar!”, gritó una persona que caminaba entre los autos con dirección a las barricadas improvisadas. Todos le miramos con sorpresa. Se trataba de un señor que se notaba fastidiado, acalorado. Nadie respondió. Segundos después repitió el mismo grito. “Así como tú tienes derecho de pasar, nosotros tenemos derecho a protestar”, le dijo una mujer. “Si no te parece, busca otro camino. Y si no te gusta, ven a moverme”, terminó diciendo la mujer mientras miraba a los ojos al hombre que se había detenido. Nadie hablaba. Nadie se atrevía a increpar a quienes habían atravesado la carretera con mantas azules, blancas y rojas.
“¿Por qué cerraron?”, preguntó mi madre a las mujeres que se habían parado frente a los autos. Después de un rato de charla, mamá estaba sentada con las familias que cerraron la carretera. “Cuando repartieron la ayuda no nos llamaron a todos”, comentaron algunas señoras. “El censo no estuvo bien hecho”, dijeron otras con una molestia visible. “Hubo gente a la que le tocó ayuda dos o tres veces y gente a la que no le dieron nada”. Los comentarios aparecían casi sin esfuerzo; las personas que cerraron la carretera también se miraban cansadas, sedientas, desconcertadas.
Yo caminaba bajo el sol, miraba en todas direcciones como si esa acción fuese capaz de resolver el problema en el que estamos. Fui al auto por mi botella de agua y volví al lugar donde el conflicto seguía vivo. A veces soy ingenuo y espero que algo, lo que sea, cambie el rumbo de las cosas, como si nada. Me acerqué a donde mi madre se encontraba. “Alguien no hizo lo que debía. Tenemos que seguir preguntando. Ya avisaron que no se van a mover hasta las seis de la tarde. Búscate un lugar cómodo para pasar el rato, porque nadie va a dar un paso atrás”, dijo mi madre mientras mira al horizonte. Los manifestantes le dieron un vaso de refresco.